Todo comenzó con la luminosa idea de Rodrigo Rato de liberalizar el suelo y cambiar la Ley de 1990, impulsada por el PSOE, igualitaria e intervencionista, y que había conseguido un nulo incremento de precios e incluso un descenso de la inflación inmobiliaria durante la crisis de 1992. Idea de Rato, que el Ejecutivo de Aznar plasmó en la Ley del Suelo de 1998. A partir de ese momento, no sólo se comenzó a fraguar la inmensa burbuja inmobiliaria cuyas consecuencias hemos pagado, pagamos y pagaremos durante mucho tiempo aún, sino que además se incorporó a nuestro acervo político el corrupto organigrama de políticos, terratenientes, bancos y constructoras que aún hoy nos dirige.

La ley de Rato, lejos de bajar el precio de la vivienda, como mantenían que sucedería, comenzó a subirlo de forma exponencial en una escalada sin parangón. Y es que otorgó un poder muy amplio a Ayuntamientos y Comunidades Autónomas para decidir qué suelos eran recalificables y urbanizables y cuáles no. Y con ese poder llegó la corrupción, de la mano y maletines de terratenientes, promotores y constructores, que veían más pelotazos, que en todos los partidos de la liga de fútbol.

Pero Aznar y su banda estaban encantados con los resultados de la idea de Rato. Se generaban más empleo y riqueza que nunca, la prosperidad alcanzaba a la mayoría –en su justa medida-, el milagro económico español estaba en boca de todos y ello les permitió codearse con lo más florido del mundo económico internacional. Hasta se llevó al genial padre de la idea a presidir el FMI.

Y quien más, quien menos, todos nos aprestamos a sacar tajada del inmenso negocio que acababa de inaugurarse. Y comenzó a generarse una inmensa deuda privada al amparo de políticas gubernamentales, que apoyaban la inversión en vivienda con desgravaciones y acallaban por antiespañol cualquier mensaje alarmista. Y en esa locura común, el sector de la construcción creció a un ritmo del 5% anual, fabricando pisos como rosquillas en verbena, pisos que alimentaron un sentimiento especulativo en la población, que se endeudaba con viviendas infladas de precio porque en el futuro cercano lo estarían aún más.

Y en la locura, todos ordeñaban la vaca, sin mirar apenas más allá:

. Los ayuntamientos obteniendo pingües beneficios con las constantes recalificaciones y con la plusvalía municipal, sobre unos suelos que no dejaban de encarecerse, pelotazos y especulaciones aparte.

. Los bancos, que venden dinero, dando créditos por encima del precio de las casas, amañando las tasaciones para prestar más dinero, dando el 100% de precio de los inmuebles, más los gastos, más el Cayenne. Incorporando a los contratos cláusulas abusivas, obligando al comprador que pagara los gastos. Todo valía con tal de obtener las mejores cifras, más hipotecas, más beneficios, más crecimiento; todo era más. Y en un efecto perverso, pero de manual de macroeconomía, con tanto dinero en la calle los precios se disparaban día a día…y más dinero, más precio.

. Los constructores y promotores, bien endeudados con los bancos, que les ponían alfombra roja cuando llegaban a la sucursal, levantando bloques de viviendas en los patatales más insospechados, sin infraestructuras ni tejido social o laboral a su alrededor…total, todo se vendía. Y al mes siguiente en lugar de hacer una promoción hacían dos y engrasaban al que fuera para disponer de más terreno.

. Y también los particulares, enlazando la venta de un piso, por mucho más de lo que les había costado, con la hipoteca para otro que duplicaba el precio del anterior y si podía ser dúplex o chalecito en las afueras, mejor. Había dinero en abundancia, llegaba desde los mercados alemán e inglés, que veían en España un país con altas rentabilidades. Las hipotecas eran sencillas y el mercado laboral, engrasado por tanto dinero en circulación, se movía con soltura y se denostaba a los mileuristas, casi, como si fueran pobres de solemnidad.

El sector de la construcción fue el paradigma de la situación. Empleo al 100%, salarios en la mano de obra superiores a los de médicos e ingenieros, se juntaba una obra con otra y tiro porque me toca. Las constructoras se apalancaban y creaban mundos financieros ficticios, cuyos ceros no entraban en la página de un periódico. El ladrillo tenía más glamour que un Luis Roederer Brut Cristal al amanecer. Todos engordaban sus arcas a costa de la vaca y derrochaban en consecuencia…yates, helicópteros, aviones…

Durante esos años de locura, el parque de viviendas español se incrementó en 5,75 millones de casas y su valor, desde el año 98, se elevó en más de un 190%. Construíamos más que Francia, Alemania y Reino Unido juntos. “Afán constructor” decía una promotora en su publicidad. Todos habían perdido la perspectiva de que la vivienda no es un bien de consumo sino un derecho de primera necesidad.

Pero un día, después de nuestras últimas grandes vacaciones, allá por el 2007, todo se empezó a parar. La crisis llegó desde Estados Unidos y el frenazo aún chirría. La vaca dejó de dar.

Antes, había llegado una nueva Ley del Suelo, la de Zapatero en 2007, que volvió a restringir el suelo urbanizable para evitar los pelotazos. Pero llegó tarde. El daño ya estaba hecho e íbamos a pagar sus consecuencias. Sobre todo, aquellos que se quedaron a ganar “el último duro”.

La vivienda ha sido la vaca que todos han ordeñado, administraciones, políticos, constructores, especuladores, bancos, cajas de ahorro –estas se llevaron el guiness de las locuras- impuestos, mordidas, comisiones, sueldos desproporcionados, todo ha caído sobre ella y parecía que su precio y salud lo aguantaban todo. Las tropelías y pelotazos cometidos por unos y por otros en el ladrillo no tienen fin.

Los bancos, que ni han pagado la crisis ni sus culpas, tienen que devolver lo percibido por la cláusula suelo y los gastos hipotecarios, aunque tendrían que dar cuenta de muchas cosas más, como las tasaciones por encima del valor real. Los ayuntamientos, lo tributado por unas plusvalías inexistentes. Centenares, miles de constructoras y promotoras desaparecieron barridas por la crisis y sus pisos y promociones enturbian los resultados de unos bancos, que han pasado a la Sareb “lo mejorcito” que tenían, a precio de “pagado con dinero público”. Las Cajas de Ahorro, gestionadas por políticos y arribistas de toda laya, pasaron a la historia en su mayoría, siendo vendidas a los bancos, eso sí, bien saneadas con dinero público, a precio de un euro.

Y el españolito de a pie, ese López Vázquez que un día se creyó rico, porque tenía un apartamento en la costa y un piso con muchos ceros, ha visto como su patrimonio duramente trabajado, se reducía a la mitad, al igual que su sueldo y perspectivas, y ha tenido que malvender para conservar su casa. Eso en el mejor de los casos, porque también más de 500.000 familias españolas se han visto desahuciadas y despojadas de su sueño de cuatro paredes, por una situación en la que sólo han sido víctimas.

Impulsada por la izquierda parlamentaria una Comisión va a intentar dilucidar qué ha pasado. Nunca he tenido fe en esas investigaciones parlamentarias cuyos resultados, por pactados, no satisfacen a nadie. Creo que nunca sabremos ¿Dónde ha ido a parar el dinero de los españoles? ¿Tienen nombre los culpables de la ruina del país? ¿Quiénes se enriquecieron a costa de los demás? ¿Cuánto valían en realidad las viviendas que pagamos a 100? ¿Qué pasó con las Cajas de Ahorro y las indemnizaciones millonarias a sus directivos? ¿Y con el rescate? ¿Y con Bankia? ¿Y si la vaca inmobiliaria, esa que tanta leche dio, está muerta y sólo sirve ya para hacer starlux?

Eduardo Lizarraga
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