El último escalón (Relato de dramática actualidad)

Marcial cerró la puerta con suavidad tras de sí. La decisión estaba tomada y ya sólo quedaba ponerse en marcha. Ni Marta ni él iban a esperar a lo que estaba por llegar, no se lo merecían. Bajó el escalón que separaba la puerta de su vivienda del último rellano y comenzó a descender la escalera. Blanqueada por miles de lavados con lejía, crujía mientras pisaba los peldaños. Conocía su sonido y los pasos que había en cada descansillo. Nueve boliches de latón adornaban la barandilla, dos por cada piso y uno en el portal. Boliches que había acariciado innumerables ocasiones en los más de cincuenta años que llevaba subiendo y bajando aquella escalera, dos o más veces al día. Al principio, los asía con un rápido gesto para coger impulso o frenarlo, ahora lo hacía con dulzura para apoyarse en ellos y descansar.

Cuando llegó a la puerta que daba paso a la calle recordó la primera vez que Marta se la había franqueado.

– Pasa un momento que fuera llueve mucho – le dijo.

Le acompañaba todas las tardes, desde que salía del taller de costura de Madame Francine, hasta la puerta de su casa. Marta, Martita, como todos la llamaban en aquella época, trabajaba en aquel taller desde hacía un año y estaba muy contenta. No sólo por los seis duros que ganaba a la semana, sino porque la Francine vestía a lo mejor de las señoras del barrio de Salamanca y eso le estaba permitiendo aprender mucho.

– Con el tiempo- decía- tal vez consiga abrir mi propio taller.

Lavapiés era un barrio muy castizo en aquella época. De clase humilde y trabajadora, sus habitantes se conocían entre ellos y se saludaban con educación. Marta vivía con sus padres en una amplia casa de la calle del Tribulete, en el cuarto piso. El padre, conductor de tranvía en la compañía madrileña, podía permitírselo y vivían con cierto acomodo.

Marcial, que era huérfano desde muy pequeño- cosas de la guerra- vivía con unos tíos lejanos unas calles más allá. Trabajaba como ayudante en una gran ferretería que había en la calle Narváez y su estación de metro era la misma que la de ella, por eso se conocieron, subían y bajaban en el mismo andén.

Tras los consabidos dos años de período militar, formalizaron su relación y aunque los padres de Marta esperaban más para su hija, no pudieron decirles que no y se casaron en el 60. Los escasos recursos de que disponían los recién casados y la amplitud del piso, hicieron que Marcial aceptara el ofrecimiento y quedaron a vivir en la casa de los suegros.

– No os preocupéis –les comentó el suegro- que será sólo hasta que mejore vuestra situación

Los años fueron pasando en Tribulete 6 y la situación se fue manteniendo. Un embarazo fallido, seguido de una fuerte infección que puso en peligro la vida de Marta, impidió que la pareja pudiera tener hijos. Primero falleció el padre y quedaron los tres en la casa, subiendo y bajando por la escalera de los boliches dorados. A los años fue la madre y la pareja se encontró sola en el piso.

Marta ya no trabajaba en el taller de Madame Francine, hacía años ya de eso. Se puso por su cuenta y durante un tiempo le fue bien, pero luego la artritis le afectó los dedos de las manos y le impidió coser, relegándola al piso y a las labores domésticas. Seguía haciendo cosas para la casa y algún trabajillo para vecinas y conocidas, con lo que equilibraban el presupuesto. Acababa de terminar unos gruesos cordones dorados para las cortinas del salón.

– Mira, mira,- le dijo- me han quedado muy a la francesa.

Marcial también se había jubilado de la ferretería en la que trabajó toda su vida, y con la pensión que le había quedado y los trabajillos de su mujer, salían adelante.

Todo transcurría con tranquilidad rutinaria, subiendo y bajando los cuatro pisos de escalera con boliches dorados, salvando el último escalón que daba paso a su casa, y saliendo a pasear por el barrio los domingos.

Pero la artritis siguió avanzando y Marta hacía ya seis años que no podía salir de la casa, subir y bajar los cuatro pisos eran demasiado para ella;

– Ni tan siquiera puedo bajar “nuestro escalón” para asomarme a la escalera -decía lamentándose a las vecinas.

Al principio tuvieron un asistente social que atendía a personas dependientes y como las medicinas las tenían gratis y el alquiler de la casa variaba muy poco, pudieron seguir viviendo de una pensión que, aunque algo exigua, se revalorizaba cada mes de enero.

Todo empezó a cambiar hacía cinco años. Primero sacaron una ley que actualizaba los alquileres de renta antigua y año tras año se lo subían cantidades inasumibles. Luego les quitaron el asistente social.

– Hay crisis y ya no hay presupuesto en la Consejería, -les dijeron.

También les obligaron a pagar una parte de la gran cantidad de medicinas que necesitaba la mujer y sin las cuales los dolores se le hacían insoportables

– No es mucho, tan sólo tendrán que pagar un 25%- les comunicaron.

La pensión se la habían congelado y todo seguía subiendo. El invierno anterior pasaron mucho frío al tener que elegir entre la comida y la electricidad y desde antes del verano ya no podían pagar el alquiler. Este año había vuelto a subir la luz varias veces

– Es por el déficit de tarifa y el mercado libre, -le explicaron a Marcial cuando preguntó.

Se acercaba de nuevo el invierno y el casero, que ya no era el de toda la vida sino una sociedad extraña de nombre extranjero, había pedido y obtenido del juzgado su desahucio.

– Tienen ustedes que pagar la deuda, más los intereses debidos y los costes judiciales- les escribieron- en caso contrario tendrán que abandonar la vivienda antes del 15 del próximo mes.

Y la fecha era ya mañana. Como gran noticia aquel día recibió una carta felicitándole, le decían desde el Ministerio que su pensión subiría un 0,25% el año próximo.

Como Marta se enteraba de poco-algunos días no le reconocía siquiera- y estaba siempre tumbada en la cama quejándose, Marcial había ido vendiendo cosas de la casa para pagar comida y medicinas, pero ya no les quedaba casi nada. Incluso había vendido las cortinas del salón, las de terciopelo antiguo, pero se había quedado con los gruesos cordones dorados que su mujer había elaborado con tanta dedicación.

La farmacia del barrio estaba en su misma calle, unos números más allá.

– Son 7,87 por los dos envases- le dijeron- y no podemos dejárselo para el mes próximo.

Y como no tenía dinero suficiente tuvo que conformarse con un envase del tranquilizante que tomaba Marta. Para ella habría suficiente. No se enteraría de nada.

A la tarde todo había terminado. La enferma prostrada en la cama ya no respiraba. De un sueño intranquilo y doliente había pasado al plácido y definitivo de la muerte.

Marcial había tomado su decisión; abrió la puerta de la casa y tras descender el último escalón, “su escalón”, acarició por postrera vez el boliche de latón de su descansillo, a la vez que le anudaba el grueso cordón dorado de las cortinas del salón. A continuación, y tras pasarse el lazo sobrante por el cuello, se precipitó por el hueco de la escalera.

Eduardo Lizarraga

Manzanares el Real, octubre de 2013